Sobre el autor[1]
Por naturaleza pasamos buena parte de nuestras vidas dedicados a evaluar los actos que realizamos y los de quienes nos rodean. “Esa fue una buena acción”, “debió hacerse así”, “no cabe actuar de esa manera”, son frases que expresan un conjunto de convicciones íntimas o de reacciones espontáneas, en gran parte comunes a los seres humanos, algunas de ellas relacionadas con ciertos patrones de comportamiento cultural.
Como todos, nuestro país mantiene formas propias de actuar. Muchos extranjeros destacan la gentileza, la solidaridad, la valoración del núcleo familiar de nuestros pueblos. No obstante, ciertas personas han incorporado conductas que se aceptan como válidas, aunque resulten socialmente peligrosas. Comenzaré refiriéndome a tres de las más frecuentes:
“El vivo vive del tonto y el tonto de su trabajo”. ¿Existirá mayor error que admitir la llamada “viveza” o “viveza criolla”, comportamiento que autoriza quebrantar normas, corromper, o beneficiarse de quien actúa honestamente? ¿Puede esa actitud constituirse en un paradigma culturalmente aceptado e inclusive valorado? Sin embargo, quienes así sostienen pretenden que constituye una tontería el hecho de trabajar y cumplir con las obligaciones que todo trabajo demanda.
“No importa que robe, con tal que haga obra”. Esta afirmación se aplica a ciertas funciones públicas, cuyos directivos convierten a su gestión en mecanismo de enriquecimiento personal y del grupo que los auspicia. Estando tan enraizada la corrupción en el manejo de la cosa pública, algunos consideran que si una autoridad, llámese alcalde, prefecto o ministro, ejecuta al menos determinadas obras, ya tiene mérito suficiente, al margen del beneficio ilícito que haya obtenido por ello.
“Allá que se frieguen”, para significar que el comportamiento que asumo me releva de la responsabilidad social con los demás y con el futuro de la sociedad en la cual vivo. Esa puede ser la actitud del empresario de petróleos que contamina la amazonia si logra escamotear los controles oficiales, del dueño de la gran extensión de terreno que tala indiscriminadamente el bosque, sin reforestar, con tal de obtener provecho inmediato, del empleador que niega el pago de las legítimas utilidades de sus trabajadores o del estudiante que destroza los bienes de su propia institución.
¿Puede surgir una sociedad con esas formas de actuar?
Hace varios años compartí una experiencia original en una Universidad norteamericana. Se había invitado a profesores universitarios de ese país, junto con profesores de centro y Sudamérica, en un ejercicio de comprensión internacional. Los organizadores del evento nos propusieron trabajar en grupos diversos. Uno de ellos ubicó a profesores norteamericanos separados de los de América latina para tratar de caracterizar qué comportamientos identifican al ciudadano común de esas dos partes del mundo. Cada grupo debía señalar los estereotipos que se tiene respecto del otro.
Aún a riesgo de caer en ciertos prejuicios, los latinoamericanos discutimos largamente como vemos a los norteamericanos desde los pueblos del sur. Concluimos que son un pueblo trabajador; que asigna una desmesurada valoración al dinero, pues a menudo todo pretenden convertirlo en cifras; que su vida familiar se limita a los más íntimos y es frecuentemente pobre, cuando no inexistente, si la comparamos con la de nuestros países; que su conocimiento del resto del mundo es por lo general deficiente o malo; que la población misma posee ciertos rasgos de solidaridad y apoyo a los más necesitados, característica que no se refleja en la actitud de sus gobiernos; que en su mayoría tienen una percepción del tiempo y de la honestidad bastante severos.
Los profesores norteamericanos también presentaron su percepción de nosotros. Señalaron que somos pueblos alegres, que nos gusta la diversión y somos amantes de las fiestas; que tenemos una relación familiar muy amplia; que somos “amigueros” aunque a veces superficiales en la amistad, afirmaciones como “asomaraste”, o “dejaraste ver”, no significan nada. Se considera también que los
hombres son galantes con las mujeres; que nuestra percepción del tiempo es bastante flexible; que los criterios de honestidad no siempre son rigurosos y que la ley tiene un espectro tan amplio de cumplimiento que a menudo es imposible predecir el giro que puede tomar una causa.
Dentro de esa serie de rasgos que se nos atribuían, me llamó la atención el comentario de un profesor de biología que había viajado a nuestro país, específicamente a las islas Galápagos. Allí encontró una pequeña iguana que, en los pocos días de sus vacaciones, le pareció un animal extraordinario, a tal punto que reflexionó como podría llevársela a los Estados Unidos, construir un hábitat adecuado y mantenerla en las mejores condiciones.
Para ello había que actuar conforme a la ley. Fue a la dependencia encargada de autorizar el manejo de las especies vivas para hacer la consulta. ¿Podría obtener una autorización para llevarse la iguana? La respuesta del funcionario fue tajante: “NO. Ninguna especie viva de Galápagos puede salir de las islas, porque la ley lo impide.”
Comprendiendo la situación, el profesor admitió que sus planes con la iguana terminaban allí. Sin embargo, cual no sería su sorpresa, cuando otro de los empleados que se hallaba en la oficina en la cual hizo la consulta, lo abordó en la calle para decirle: “señor, usted quiere llevarse la iguana, podríamos conversar para ayudarle…”.
Esa experiencia hizo concluir al profesor que uno de los problemas en los países del sur es que no existe la afirmación o la negación categóricas. Todo es relativo, y depende de las circunstancias.
¿Habrá mayor peligro que una sociedad en la cual en materia de normas nada es claro, definitivo o predecible, pues depende del criterio de la autoridad o persona que juzga una situación?
Estas reflexiones iniciales me permiten abordar la relación entre la ética, el derecho y la justicia.
ETICA Y MORAL
Los términos ética y moral tienen un origen y significado etimológico común en sus raíces griega y latina y hasta ahora siguen utilizándose indistintamente. No obstante, en la filosofía contemporánea se les asigna connotaciones diferentes.
La moral es considerada una dimensión que pertenece al mundo vital, a las costumbres que diariamente adoptamos y que se manifiestan en nuestras actitudes, valoraciones y normas de comportamiento. Por consiguiente, la moral se encarna en la cultura de cada pueblo, en sus percepciones características, responde a una temporalidad determinada y es cambiante.
La ética, en cambio, sería la ciencia o disciplina filosófica que estudia las expresiones de la moral y, a partir de dicha reflexión, trata de explicar o fundamentar la validez de los enunciados morales. Esto significa que la ética tiene permanencia y trata de principios esenciales como la justicia, la solidaridad, la libertad de conciencia, esto es, sistemas de valores sustanciales que se constituyen en modelo para una vida virtuosa.
Este planteamiento permite establecer que la ética es una ciencia que pertenece al campo de la filosofía, la metafísica o la epistemología, mientras la moral constituye el objeto de esta ciencia, las formas en las cuales el comportamiento humano expresa sus propias valoraciones.
En todo caso, admitiremos que tanto en las decisiones personales como en las actitudes culturalmente condicionadas, todos actuamos en base de ciertos principios que guían nuestro comportamiento y nos llevan a evaluar nuestros actos y los de quienes conviven con nosotros.
Desde esta primera reflexión conviene pensar de qué manera la sociedad global contemporánea, que diariamente nos confronta con situaciones culturales tan diversas, puede generar una real dificultad para universalizar la ética.
Encontramos un ejemplo en el problema creado con la publicación, hace varios años, de las caricaturas de Mahoma por un diario danés. Para los seguidores del Islam resulta inadmisible presentar la figura
del profeta, pues la publicación de tales imágenes irrumpe de manera violenta contra la fe religiosa musulmana. Para los pueblos de occidente no es así, pues hacerlo tan solo reconoce a la libertad de expresión como un derecho universalmente aceptado.
Esto muestra las dificultades de proponer, por un lado normas de comportamiento ético universalmente válidas y, al mismo tiempo, reconocer que ciertas comunidades tienen sus propias valoraciones que pueden contraponerse con esa pretendida ética universal.
Por ello, autores como Dworkin señalan que “El liberalismo parece en ese sentido una política de la esquizofrenia ética y moral: parece pedirnos que nos convirtamos, en y para la política (o en y para la vida pública), en personas incapaces de reconocernos como propias, en criaturas políticas especiales enteramente diferentes de las personas ordinarias que deciden por sí mismas, en sus vidas cotidianas, qué quieren ser, qué hay que alabar y a quien hay que querer”[2]
La sociedad democrática contemporánea es entendida como un espacio abierto en el cual caben todas las expresiones. Entonces admitiremos que el pluralismo y la tolerancia deben ser su característica fundamental.
No obstante, defender un relativismo absoluto también puede conducirnos a posiciones insostenibles, pues no todo vale en materia de reivindicaciones culturales.
Por ejemplo, los argumentos de quienes defienden la ablación del clítoris en las jóvenes de ciertos pueblos africanos, como una práctica cultural normal, se contraponen con el derecho humano a la integridad personal y el rechazo a la tortura. Así, los derechos humanos se convierten en un conjunto de principios de validez universal, pues no existe cultura alguna en la cual las mujeres rechacen la igualdad de derechos, sociedad en la que los individuos no deseen ser respetados como personas o país cuyos habitantes se resistan a tener derecho a la salud, la educación, el trabajo o una vida digna.
LA MISIÓN DEL JUEZ
Una de las más antiguas funciones en la humanidad es la de administrar justicia. El juez, estuvo vinculado en sus orígenes con la religión. Su misión le otorgó entonces una extraordinaria autoridad, pues al interpretar y aplicar las leyes según las cuales se sustenta una sociedad, ejerce una tarea tan amplia que involucra todos los ámbitos de la vida social.
Prácticamente no existe aspecto de la vida humana, desde el nacimiento hasta la muerte, que no tenga alguna vinculación con los sistemas de administración de justicia. Esto otorga a quienes desempeñan la función judicial un espacio de actuación que demanda cualidades intelectuales y morales de la más alta exigencia. Una de las expectativas que la sociedad tiene de un juez es la de verle por sobre el común de los seres humanos a fin de administrar justicia con una objetividad superior, casi semejante a la sabiduría divina.
Esa representación idealizada del juez es errónea. El juez es un ser humano y la tarea práctica de administrar justicia pasa por el hecho de que quien la ejecuta es un ser como cualquiera de nosotros, con sus sentimientos, prejuicios, valoraciones propias y fragilidades.
Seguramente algunos jueces pueden sentirse agobiados por esa percepción que tiene la sociedad de su función. Otros jueces, a lo mejor se consideran protegidos por una misión superior e inclusive caen en la autosuficiencia, amparados como están por esa suerte de halo protector, semejante al que se atribuía a los sacerdotes de la antigüedad, quienes no estaban obligados a rendir cuentas sino a dios.
Ninguna de esas dos posiciones es correcta. No podemos sobrecargar a los jueces con exigencias de imparcialidad y objetividad sobrehumanas, ni tratar de sacralizar su función para cubrir falencias que son propias de todo ser humano.
Conviene entonces partir de una actitud crítica por la cual se reconozca que la imparcialidad y la objetividad son ideales difíciles de cumplir en los seres humanos. Que los juicios y decisiones que tenemos son susceptibles de error y tienen un fuerte ingrediente de subjetividad.
¿Cómo detectar ese error? Según Karl Popper “criticando las teorías y presuposiciones de los otros y –si podemos hacerlo- criticando también nuestras propias teorías y presuposiciones. Esto último es sumamente deseable, pero no indispensable; pues si nosotros no criticamos nuestras propias teorías, siempre habrá otros que lo hagan”.[3]
Por ello, el conocimiento objetivo de un hecho y la búsqueda de la verdad requieren sobre todo de una condición moral: la disposición para escuchar a los demás y aceptar otras razones. Inclusive, si es del caso, tener el coraje de modificar oportunamente las propias apreciaciones iniciales, en bien de lo justo. Es, en suma, tener una apertura al diálogo crítico.
El juez no puede olvidar que la llamada “independencia judicial” no se refiere exclusivamente a la influencia posible de otras funciones del estado o de otras personas. Los obstáculos más difíciles de vencer para lograr una adecuada imparcialidad se hallan frecuentemente en los propios prejuicios del juzgador.
Como se anota en los “Principios de ética para jueces” del Consejo Canadiense de Jueces “La imparcialidad no plantea el requerimiento (imposible) de que el juez no tenga opiniones y simpatías: lo que se requiere es que, a pesar de ellas, el juez sea interiormente libre y capaz de dar cabida a diferentes puntos de vista, y que sea capaz de actuar en relación a ellos con una adecuada apertura de espíritu”.[4]
Esto se consigue cuando todos reconocemos que “la independencia no es un derecho privado de los jueces, sino una condición de la imparcialidad del juicio y, por lo tanto, un derecho constitucional de todos los ciudadanos”[5]
ÉTICA, DERECHO Y JUSTICIA
Todo lo dicho confirma que existe un nexo incontrovertible entre el derecho, la ética y la justicia.
Si recordamos uno de los ejemplos iniciales, tendremos que convenir en que aún cuando un alcalde, prefecto o ministro de estado haya realizado una labor pública admirable, si la ejecutó mediante actos ilícitos no podrá convencernos de que lo malo se transforme en bueno o que las manos sucias queden limpias.
La ética de la función pública no autoriza a justificar comportamientos al margen de la ley. Pero allí no concluye el problema. La verdadera situación es de orden práctico. ¿Cómo evitar que se utilicen las fallas o resquicios de las normas que regulan la función pública para que esta clase de actuaciones quede impune?
En cuanto a situaciones de orden privado la situación es semejante, ¿cómo evitar que se imponga la impunidad?
Todos coinciden en señalar que una adecuada administración de justicia y la integridad de sus miembros resultan determinantes.
Un estudio realizado en 1993 por el Banco Mundial señalaba que una de las quejas para que la administración de justicia no tenga un rol más destacado en nuestra región se debe a que “el Poder Judicial se ha convertido en la cenicienta de los poderes públicos… Una manifestación de estas características del sistema es su tendencia al arcaísmo… que aumenta la lentitud e ineficiencia y el desorden en la conducción de los procesos, lo cual facilita la corrupción y en general el desprestigio de la administración de justicia…. Mientras menos se comprenda el funcionamiento del sistema y menos recursos técnicos tenga el abogado que asesora o represente a las partes, mayor es la tentación de asumir el papel de corruptor o más fácilmente puede ser víctima de la extorsión.”[6]
Una segunda reflexión tiene que ver con el escaso interés de los abogados más prestigiosos por incorporarse a la administración de justicia. Se afirma que “los graduados en derecho intelectualmente más inquietos o dotados, o más imaginativos, prefieren carreras alternativas como la de abogado de negocios, litigante, funcionario o asesor de cuerpos administrativos…” antes que la de juez.
Se ha dicho que “la calidad de la justicia depende más de la calidad de las personas que administran la ley que del contenido de la ley que administran”[7]
Como ejemplo de que es posible actuar así, señalaremos la selección de magistrados de la Corte Constitucional del Ecuador, máximo órgano de control, interpretación y administración de justicia constitucional, que constituye un ejemplo de los procedimientos que deben regir para designar a las más altas autoridades nacionales.
En consecuencia, hay que dotar de estímulos diversos al ejercicio de la judicatura, y, sobre todo, valorar su rol en la sociedad. Otra característica negativa que se observa es la de imputar a determinadas funciones del Estado estigmas que pretenden debilitarlas cuando no paralizarlas. Ese es un grave error. Ninguna sociedad puede surgir si carece de instituciones firmes y no surge un compromiso ciudadano activo para fortalecerlas.
Una manera de afirmar la democracia es consolidar las instituciones que la sustentan. Para ello habrá que detectar los actos corruptos y las fragilidades que presentan ciertas funciones, pero eso no significa que el conjunto carezca de valor.
Eso debe considerarse también en relación a la Función Legislativa, cuyo desprestigio en nuestro país se origina en comportamientos oprobiosos de ciertos legisladores que desacreditan la alta misión que se les encomendó. Dichos comportamientos deben obligarnos a reflexionar en la imperiosa necesidad de designar asambleístas de la más alta calidad moral e intelectual como condición indispensable para que se fortalezca la democracia.
De otra parte, como vivimos un mundo de noticias e imágenes, no olvidemos que con frecuencia el apresuramiento o prejuicio en el manejo mediático genera un daño irreparable a la administración de justicia. En ciertos casos los medios de comunicación pretenden convertirse en jueces de última instancia, presentando ciertas situaciones legales con un derroche de espectacularidad que nada tiene que ver con la mesura y ponderación que exige administrar justicia.
Tales noticias pueden inclusive condicionar el comportamiento de algunos jueces que limitan sus posibilidades de acción, debido al impacto mediático que tendría su decisión en la sociedad. Esa es una forma de debilitar la administración de justicia y consecuentemente a la democracia.
De allí la importancia de tratar con los estudiantes de derecho temas de ética y moral a fin de consolidar una actitud que contribuya hacia un ejercicio profesional sin dobleces, lo cual incidirá en la correcta administración de justicia. Ninguna asignatura de las facultades de jurisprudencia queda eximida de esa responsabilidad, pues no hacerlo significaría desentenderse de los actuales vicios de un sistema de justicia que perjudica a todos.
Vivimos tiempos de cambio y considero que el principal debe orientarse a formar seres humanos íntegros, primer paso para construir un país diferente.
Es sueño de muchos un Ecuador en el cual no se imponga la injusticia, que la honestidad sea valorada, que el respeto del otro y de los bienes ajenos constituyan una virtud. Eso trae consigo una responsabilidad de todos, desde el simple ciudadano, los gobernantes, los medios de comunicación, las Universidades, y sobre todo quienes trabajan en la función judicial y quienes tienen que ver con ella.
[1] Ex Profesor principal de la Universidad Central del Ecuador, la Universidad Andina Simón Bolívar y la Academia Diplomática del Ministerio de Relaciones Exteriores.
[2] Ronald Dworkin, Ética privada e igualitarismo político. Tomado de: La ética, los derechos y la justicia. Julio de Zan. Montevideo, 2004.
[3] Popper, Karl. Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico. Barcelona, 1983
[4] Canadian Judicial Council. Ethical Principles for Judges. Ottawa, Ontario, 1998.
[5] ibidem
[6] Rogelio Pérez Perdomo. La justicia en tiempos de globalización: demandas y perspectivas de cambio. Justicia y Desarrollo en América Latina y el Caribe. BID, 1993.
[7] G. Hermosilla Arraigada en Justicia y Desarrollo en América Latina. Ibídem